Cáceres, años atrás un pujante municipio del bajo Cauca antioqueño, hoy es prácticamente un pueblo fantasma.
El sábado 23 de febrero, a las 2 de la tarde, sus calles estaban vacías, la mayoría de los locales comerciales estaban cerrados y la poca gente que se veía saludaba esquivando la mirada.
La noche anterior había circulado por el pueblo un panfleto que decía: “Gente cacereña, se les pide que desocupen todo el barrio de la Magdalena y Calle Nueva, incluidos los locales”. El mensaje también lo hicieron llegar vía WhastApp y daban 24 horas para salir de la población, so pena de ser asesinados.
Las intimidaciones se han convertido en la constante. Entre los amenazados están un concejal, una funcionaria departamental y una mujer de la tercera edad. “Yo vivo de las ventas ambulantes, todo el mundo me conoce. Vivo de esto hace 35 años y no le hago daño a nadie”, narra entre lágrimas una de las personas intimidadas.
El año pasado se registraron en Cáceres seis desplazamientos masivos que afectaron a 687 familias. Un censo de la alcaldía de este municipio indica que hay 550 viviendas abandonadas.
Las amenazas a la gente provienen del ‘clan del Golfo’ y de ‘los Caparrapos’, dos redes criminales que, según autoridades, no suman más de 400 hombres en armas, y que llevan más de un año librando una lucha territorial por el control de cerca de 10.000 hectáreas de matas de coca y de la explotación ilegal de las minas de oro. A esto se agrega la pelea por las extorsiones, de las que son víctimas hasta los comerciantes informales.
En estas subregiones los pobladores no pagan al Estado los impuestos de Industria y Comercio o el predial, porque deben contribuir con las redes criminales que con fusil en mano hacen cumplir su ley.
‘Los Caparrapos’ han llegado incluso más lejos que el ‘clan del Golfo’ en sus intimidaciones. Hace tres años, este grupo criminal amenazaba a los líderes sociales por apoyar el programa de sustitución voluntaria de cultivos de hoja de coca, y hoy extorsionan a las familias vinculadas al programa de sustitución voluntaria de cultivos ilegales.
“El día que el Gobierno nos paga, llaman, y sobre los 2 millones de pesos que nos dan, nos exigen el 10 por ciento”, le contó a este diario una joven mujer que vive en la zona rural de Tarazá, otro de los municipios del bajo Cauca.
“Si uno se trata de hacer el bobo para no darles los 200 mil pesos –sigue contando la campesina–, llaman y se meten con los hijos y la familia de uno. Ellos tienen la lista de quienes nos suscribimos al programa”.
El precio de la base de coca que se produce en la zona lo imponen ‘los Caparrapos’, quienes no permiten que sea vendida a un grupo armado distinto a ellos.
“Por nada lo pelan (matan) a uno, nos amenazan y están pagando poquito por kilo de base. Por eso yo decidí sustituir. Yo coca no vuelvo a sembrar”, dice un hombre de 42 años, quien vive en un corregimiento de Caucasia.