En Tarazá hay un hombre que lleva bien las cuentas del tiempo: 13 días. Eso ha pasado sin trabajar, “vagando de arriba para abajo”. Se las ha apañado para comer gracias a la caridad de amigos y familiares. A las 2:00 de la tarde de ayer, con la camisa de botones abierta y la piel apergaminada, se quejaba: “Este pueblo está vuelto mierda, vuelto mierda”.
A esa hora el cielo estaba encapotado y un helicóptero llamaba la atención de los presentes. Todos los comercios estaban cerrados, con las persianas abajo. Cuando el hombre se quejaba, cientos de personas, en una procesión ensordecedora, entraban al municipio. Era un día más del paro minero que mantiene en zozobra al Bajo Cauca.
La procesión salió desde Caucasia a las 10:00 de la mañana. Con un picó enorme sobre un camión, los voceros del paro animaban a los cientos de asistentes. El recorrido hasta Tarazá duró tres horas, a paso muy lento, zigzagueando entre las decenas de árboles que todavía están atravesados en la carretera.
Antes de la llegada de la caravana, la orden en Tarazá fue cerrar el comercio. Las calles parecían las de un pueblo fantasma, recientemente abandonado. “Estamos cerrando por si pasa algo, que no nos vayan a dañar el negocio. La marcha pasa y volvemos a abrir”, decía la regente de una farmacia.
El Bajo Cauca es una región convulsa, sacudida por paros armados, como los que ha hecho el Clan del Golfo. Por eso, sus pobladores están acostumbrados a la anomalía, al desorden. Con este escenario al frente, el hombre de la camisa abierta decía: “Esto está muy malo. Yo trabajo con un motocarguero y no me dejan salir para las veredas. No he aguantado hambre porque la gente me ayuda, pero los que no somos mineros estamos entre la espada y la pared”.
Sintiendo el bullicio de la caravana, que ahora traquea un vallenato en el enorme picó, el hombre baja la voz: “Acá es mejor no decir nada para no meterse uno en problemas. Es mejor hacerse a un lado y esperar, dejar que el tiempo pase”.
Esa misma actitud tenía un tendero en Jardín, cerca de Cáceres. El hombre contaba que no había podido surtir y que, a lo sumo, tenía para dos días más. Lo que más escaseaba en su tienda eran el arroz y el azúcar: “Esto está grave. Ya está el rumor de que hay mucha gente aguantando hambre. Realmente yo solo tengo lo más básico, me quedan muy pocos huevos y unos tarros de aceite”.
El tendero, como el hombre de la camisa abierta, comentaba que prefiere “no tomar partido” para no tener problemas. A las preguntas respondía con cordialidad, pero con suma cautela: “El nombre se lo quedo debiendo por cuestiones de seguridad. Tampoco tomen fotos, por favor, porque me ponen en riesgo”.
Saúl Bedoya, el vocero de los mineros que están en paro, decía en la mañana de ayer que la idea era continuar la manifestación de manera pacífica: “Nos queremos desmarcar de los hechos violentos que se han presentado y queremos hablar con el gobierno nacional. Que todo sea en razón de la formalización de los pequeños mineros, que es lo que hemos propuesto con el distrito minero”.
En cuanto a esos hechos violentos como los enfrentamientos con la Policía, la quema de ambulancias y de maquinaria amarilla, el vocero comentaba que no sabía quiénes los habían cometido, pero que no habían sido los mineros.
Desde el comienzo, los voceros del paro han dicho que el comercio cerró sus negocios en solidaridad con los manifestantes. Sin embargo, cuando la caravana arrancaba, dos mecánicos de Caucasia decían que solo abrían los negocios dos o tres horas al día porque no había clientes.
Uno de ellos comentaba: “No nos han amenazado para no abrir, es más, tenemos muchos amigos mineros y sabemos de la lucha de ellos. Acá todos vivimos de la minería, entonces, si esta se cierra, todo se cierra”.
Los efectos del paro se sienten en todos los municipios de la subregión. En la tarde de este martes, junto al río Nechí, Santiago Roa, dueño del restaurante Anclares, decía que el pueblo estaba en sus peores momentos. Y basta echar una mirada rápida para comprobarlo: los compradores de oro cabeceaban al calor del mediodía esperando clientes que nunca llegaban. “Pero nosotros somos un pueblo minero, eso es lo que hemos hecho por siglos. Nos tienen que dejar trabajar”, decía Santiago, pese a los efectos negativos en su negocio.
Víctor Perlaza, el alcalde de Zaragoza, decía que al municipio no han podido llegar a entregar el gas natural para los hogares. El desespero de muchos quedó en evidencia el viernes pasado, cuando cientos de personas se agolparon a buscar oro en la calle principal, donde se adelantan trabajos de alcantarillado. Muchos eran pequeños mineros o barequeros que llevan días sin ir al río y pasan las peores necesidades.
En Tarazá, un jornalero comentaba que lleva sin trabajar desde que comenzó el paro. “Yo hago lo que se pueda en las fincas, pero desde esto los patrones no están contratando. Por ahí me han estado dando comida donde unos familiares. También sé barequear, pero al que ven a uno por ahí en el río, lo sacan”, decía ayer el jornalero.
Los restaurantes de la carretera están todos cerrados, con las sillas arrumadas. Los lavaderos, donde se estacionan las tractomulas, tienen las mangueras apagadas. Da temor la soledad de la troncal a la costa.
El fin del paro no se ve próximo y el hambre apremia. Los habitantes del Bajo Cauca recuerdan épocas peores, como cuando un paro cocalero trastocó todo; con resignación aceptan lo que está pasando, están acostumbrados a los cataclismos. En el Bajo Cauca hay mucho estoicismo.
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